EL VIAJE (Alberto Meléndez)
Poca ropa. Algún libro. Agua y frutos secos.
Medicinas. El cargador del móvil. Qué más… Nada. Ya.
Andrea mete todo esto en una pequeña mochila beige. Tres de sus amigas se encargarán del resto. Así lo ha pensado. Así lo han aceptado. En coche pero despacito, que el mareo no impida el disfrute.
Ver el mar. Despedirse de algunas personas. Estar juntas. Hablar. Cerca del mar. Siempre el mar.
Ya no importan medidas. Ni formas. Ni apariencias. La obligada lentitud se convierte en ritual. No hay prisa. Porque no hay tiempo.
Juntas. Visitas a amigos, familia… Decir adiós con la paz que solo Andrea conoce. Pisan la arena con la que jugó en su infancia. Hace ya tiempo. Antes de que se instalara en la ciudad con pozos pero sin playa. Donde nadie es extraño pero muchos lo pasan mal. Donde encontró el sentido de servir. Donde de tanto darse se hizo grande.
Andrea dormita bajo la sombrilla. Más tarde, ya en casa, cena para cuatro. Despacio. Masticando con calma alimentos y palabras. Risas serenas. Una guitarra. Tristeza envuelta en cariño que no tapa el dolor.
Y de pronto, la tormenta irrumpe entre ellas sacudiendo a Andrea hasta provocar su inconsciencia. Parece como si la enfermedad quisiera romper el encanto, como si gritara con sus espasmos que sigue ahí. Es como si la enfermedad, desde un lugar desconocido, mirase al grupito de amigas con condescendencia y desprecio. Y con una mueca chulesca les quiera recordar que nada se interpondrá en sus planes. Que ha vencido, y se prepara para la estocada final
Pero se equivoca. Más que como una amenaza, las cuatro ven la irrupción de la enfermedad como la payasada del niño que siente que ha perdido el protagonismo. Como el exabrupto de quien ha fracasado en su vano intento de ser el centro.
Y vuelve la calma.
Cambiar planes nunca ha sido un problema para Andrea. Volverá a la ciudad sin playa. A la la ciudad con Pozo. Primero al hospital, donde irá recibiendo visitas selectas, tantas y tan diferentes que no parecen visitas a la misma persona.
Y luego en su casa. Siempre abierta. También ahora. Donde última los detalles de su despedida. Donde ordena lo que será regalado y deja a la vista lo que cualquiera podrá llevarse en su recuerdo. Todos los objetos son parte de Andrea. Y así se va dando…
La ceremonia muy cerca de su casa. Con luz. Con música. Con mucha comida. Cada uno de sus amigos trae algo. Mucho menos de lo que se lleva. La mezcla de apariencias, de estilos, de edades, de razas incluso, se hace ahora insignificante celebrando la vida de Andrea.
Las tres amigas guardan el recuerdo sin hablar mucho de ello. Respetando el misterio de algo mayor.
Y el viaje de Andrea continua.
Y el de las tres amigas.
Y el nuestro…
LO QUE QUEDA DE ROSA (Alberto Meléndez)
Lo que queda de Rosa son dos manos ajadas. Sus dedos retorcidos recuerdan sarmientos casi secos de su tierra natal. Sus piernas, en cambio, aparecen grotescamente hinchadas como si fueran de otro cuerpo.
De Rosa queda también su boca, arrugada en sus comisuras, que parece encogerse hacia adentro tirada por una fuerza invisible.
Lo que queda de Rosa es una mirada gris. A veces brilla de un modo mágico cuando escucha a su nieto, o cuando le muestran fotos de su pasado. Pero enseguida vuelve a un resplandor opaco, a su mirar sin ver.
Lo que aún queda en Rosa son recuerdos mudos, sin palabras. Una cabeza que en su tiempo fue lúcida y ahora parece aletargada como por encanto de un mago cruel.
Lo que queda de Rosa es su corazón. Galopa a veces, marcando en el cuello de Rosa su ritmo frenético. Otras veces descansa, acoplando su tic-tac al del reloj del salón. Un corazón que dicen «insuficiente». Cansado de tanto amar. O cumplida ya con creces su función de amar.
Lo que queda de Rosa no hace. No dice. No mira. Es un cuerpo inerte que espera y acoge. Que solo espera y acoge.

Pero lo que queda de Rosa es Rosa. En ella está todo lo que pasó por ella. El sol de los viñedos, las risas de sus hijos y de su nieto. Los duelos, las dichas. Las ideas, los sueños. Los proyectos, los miedos.
Lo que queda de Rosa es Rosa. Completa, entera, inmensa, eterna.
Agradezco profundamente a su familia que me haya permitido acompañarla ahora. Porque entre todos crecemos con Rosa y cuidamos a Rosa. Entera.
Lo que queda de Rosa es Rosa.
Gracias Cata por animarme a escribir esto. Por ser y ayudarme a ser.
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